Había repartido más de cincuenta currículums, entre los entregados presencialmente y los enviados por InfoJobs, JobToday, Mil Anuncios, y algún que otro grupo de Facebook. Se olía a la legua que no contaba con la regulación necesaria para que me puedan contratar, pero aún así me han hecho alguna que otra entrevista.
Era mediados de junio 2019, y las plantillas empezaban a tener su recambio de personal. En ese recambio me llamaron de “El Chiringuito”. Me referiré al sitio con este nombre por una cuestión puramente profesional, y porque siendo sincero, sin haber pasado por este sitio, con sus pros y contras, no podría haber comenzado con una carrera de la que hoy me siento orgulloso.

Siempre hizo falta gente, y el recambio era constante. Aún sin tener regularizada mi situación decidieron tomarme, más que nada porque siempre viene bien un culo inquieto, porque sale más barato, pero quiero creer que también era para echarme una mano. Y eso último me ganó como un perro fiel.
No fue fácil. Nada fácil. Me soltaron en la barra, porque era “lo más fácil” para empezar. Y ahí llegaron los mitá, los sombras y las nube, los bombone, los descafeinados de sobre (?), la sangría con su receta secreta, el limón y ná, los chupitos de pacharán y hierbas… entre mil cosas.
Yo nunca había trabajado siquiera con lavavajillas. Sí, de verdad, pero no es muy alocado, aunque lo parezca.
Nunca me explicaron nada. Habré tenido mala suerte supongo. Pero yo era “majo”, “el tiraflecha espabiláo” . Y me fui ganando mi lugar. A ostias me fui ganando mi espacio, y la barra me empezó a quedar chica.
Quería que me metan a la sala, como sea. Fermín, el encargado, me dio la oportunidad, y elijo creer que es porque vio potencial en mí. Eso sí, nada de rangos todavía. A llevar bandeja y recoger lo vacío. Ná má.
Pero yo hacía honor a mi sobrenombre y era una flecha; me movía con cierta elegancia también. Buscaba adelantarme siempre a lo que necesite el jefe de rango, y así fueron llegando cada vez más responsabilidades.
Preguntaba todo, todo el tiempo: “Y éste vino como es, y ese pescado cual es, y qué diferencia hay entre la gamba roja y el bogavante…” Empecé a notar que la gente acá pedía sus vinos por Denominación de Origen, no por uva… Que siempre que haya pescao en la mesa tenemos que poner las toallitas de limón… que los postres siempre son del día y que es casi obligación invitar los chupitos de la casa… que gaseosa es siempre Casera blanca, y que el carajillo es lo mejor que existe en la tierra.
Curraba doce horas diarias. Cuando llegó la época de mi primer Feria de Málaga, nos habíamos quedado sin casa, y gracias al milagro de que una prima lejana nos dejara quedarnos en su casa, pudimos tener un techo y una ducha en una casita en Rincón de la Victoria. Pero el curro estaba en la Malagueta.
A llorar a la llorería. Me compré una bici, y me tiré toda la feria despertándome a las ocho, pedaleando por la costa hasta Málaga, trabajar hasta las doce o una de la mañana y volver a Rincón pedaleando otra vez. Sin remera y con la brisa del mediterráneo pegándome en el pecho. Así fueron dos semanas, hasta que pudimos conseguir una habitación en Málaga.

Cuando me dieron el sobre con lo ganado en feria me puse a llorar. La llamé a mi mamá, le conté que había ganado en doce días lo que en Argentina hubiese ganado en tres meses. Todo era muy surrealista.
Me sentí feliz. Mientras trabajaba veía esa magia andaluza que nunca había imaginado. Me sentí de visitante y a gusto, por más que todo el tiempo haya habido sombras que en ese momento no identifiqué. El racismo estaba presente todo el tiempo, entre las miradas, los murmullos, la risa por lo bajo, y más de una putada.
Me sentí feliz. Las condiciones eran (vistas con ojos de hoy) un tanto vergonzosas… pero yo estaba aprendiendo, y me estaba nutriendo como nunca… incluso casi aprendo a tocar las palmas. Mi fascinación por currar en España cada día se hacía mayor. Y mis ojos flasheaban, y mi paladar flipaba.
Fuá… la primera vez que le chupé la cabeza a una gamba. La primera vez que me tomé un albariño fresquito. O todas y cada una de las veces en las que me quedé hipnotizado con el mediterráneo del otro lado del ventanal. Ya pasaron cinco años y todavía me emociona pensarlo.

Aprendí a limpiar pescado. A la brasa, a la roteña, a la sal. Aprendí los nombres de todos los bichos que teníamos para vender. Me aprendí las cepas más importantes y destacadas de la carta de vinos. Aprendí a leer a los clientes. Aprendí a servir paella correctamente con dos tenedores y una cuchara. Aprendí del cachondeo de mis compañeros más pibes, aprendí de las manías y trucos de mis compañeros más viejos.
Y cada vez que me tocaba descansar entre turnos (porque al final no me iba en todo el día) me daban una pinta de San Miguel, un platazo de comida, y me tiraba al mediterráneo a hacer la plancha y pensar inevitablemente “cómo llegué acá” .

Descubrí que El Kanka, artista al cual escuchaba hace años (y escucho mientras escribo), era curiosamente malagueño… y todas las letras de sus canciones empezaban a tener más sentido aún. Juanito y el Canijo gaditanos, Joaquín de Jaén… Andalucía empezó a ganarme por goleada.
“Puede que si, no lo sé, hay muchos inconvenientes.
Pero aún así, ¿sabes que?
Me quedaría por siempre.“
Pero bueno, no se puede vivir del amor. La temporada estaba terminando… y empezaron a rodar cabezas.
Y mi indocumentada cabeza fue una de las primeras.